4/3/07

...Y SERÁ ETERNO

"Sobre cómo lo sagrado se tornó precioso o digno de estima".

Independientemente de actuales consideraciones de estilo, la pretendida obra de arte es hoy y ha sido siempre un proyecto de eternidad.

De lo dicho: eternidad no en el sentido de producir un objeto perdurable (algo que por exceso en el pasado y algunas veces por defecto hoy, ha sido uno de sus condicionantes), sino como la pretensión de lograr un espacio sin tiempo, un remanso en el camino a la nada, porque el tiempo es como para todo lo que es pensamiento, su reto.

Hoy muchos artistas se reconocen en el papel de productores de símbolos. Esto es ridículo para empezar porque conciben su ocupación como si fueran hormigas, y en segundo lugar porque además toman su materia prima por el resultado de su labor ya que los símbolos son la realidad sensible al nivel en que se nos impone a la percepción desde lo más profundo de nuestra colectividad. Los símbolos no se crean ni se destruyen, sino que se nos dan en un previo a nuestra relación con los otros desde nuestro mundo, los símbolos no son unidades, sino un entramado de analogías indescifrables.

Algo distinto sucede cuando se origina una representación, cuando se conjugan una serie de símbolos para producir un elemento complejo que da entidad a una unidad independiente, cuando se dota de una identidad propia a algo singular, un objeto, un sujeto o un icono que representa por semejanza aquello otro. Con lo compuesto comienza la amenaza de su disgregación; un deseo de conservación se apodera de nosotros y queremos salvar el mundo a toda costa, interrumpir todo proceso para regocijarnos en la perfección del instante. Nos dibujamos formas ideales, sagradas.

Este es el proceso que nos sirve lo que desde hace unas pocas centurias llamamos arte (antes no tenía nombre pero era sin duda mucho más importante), y es que lo que hoy llamamos artista, su hacedor, no tiene su origen en la figura de los artesanos, ni siquiera de entre los más notables menestrales, sino de los sacerdotes que durante milenios les dijeron a estos cuales debían ser sus cometidos, tutores de los que supuestamente fueron prescindiendo a medida que los acontecimientos les concedían capacidad para decidir el motivo de su faena. Primero como cofrades medievales que insertaban mensajes secretos, y a medida que se forjaba el individuo cada vez más según sus propios infiernos personales. Así hasta que en el siglo XIX con plena autonomía se convirtió en práctica de las clases cultas y adineradas a las que seguía desagradando mancharse al laborar, algo que no pareció importar durante buena parte del XX pero que ahora vuelve a estilarse con la materialización de “la idea” por manos de obreros cualificados, de nuevo el hechicero se convierte en sacerdote.

Si antes la nobleza ponía a sus primogénitos al cargo de las tierra y el resto debía decidirse entre la guerra o el sacerdocio, ahora es perfectamente aceptable e incluso recomendable para las clases acomodadas, que cuando las empresas están a buen recaudo alguno de los hijos se dedique a las bellas artes.

Simón Valyermo

 

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